Página/12 | Opinión
Por Carlos Heller
El país está exhausto: la distancia entre las demandas y en principio las posibilidades de darles respuestas es muy grande. Esas demandas en su mayoría son legítimas y vienen de arrastre. Como hemos dicho, no estamos ante una pandemia sino ante dos: la que generó la política del gobierno anterior y la que produce el virus. Una actúa sobre la otra. Las dos se alimentan entre sí y se amplifican. Las dificultades de las PyMEs no nacieron en marzo: muchas de ellas se han acumulado durante los cuatro años de la gestión anterior. Tampoco las carencias que hay en los hospitales se generaron a partir del comienzo de la pandemia: venían de mucho antes. Lo mismo sucede con los índices de pobreza y de indigencia.
La demanda creciente se encuentra con recursos restringidos. Es lógico: la fuerte caída de la actividad económica reduce la recaudación impositiva. El Estado nacional destinará un 5,6 por ciento del PBI a la asistencia de los sectores afectados por la crisis. Esa es la suma de todas las ayudas en marcha. Pero ello no resuelve las tensiones en un escenario de crisis superpuestas. En este contexto, hay muchos puntos de vista que lejos de complementarse son irreductibles entre sí. Por ejemplo, quienes proponen levantar la cuarentena para reactivar la economía se contraponen con quienes impulsan continuar con la cuarentena aun reconociendo que ello afecta la economía. El resultado es un gobierno sometido a muchísimas presiones que pueden ser legítimas individualmente pero son incompatibles todas juntas.
Otra contraposición insalvable: si se le concede a algunos presos la detención domiciliaria, muchos reaccionan con el argumento de que eso es peligroso, y hay razones válidos para sostener esa posición; pero si se los mantiene en las condiciones de hacinamiento en las que muchos están hoy, existe el peligro de que se desate allí la trasmisión del virus y se genere una catástrofe desde el punto de vista sanitario.
El problema actual —el riesgo de trasmisión del virus en las cárceles— es una consecuencia de problemas históricos amplificados por la otra pandemia, la de los últimos cuatro años de gobierno macrista: por un lado, un Estado ausente que dejó a la población desamparada, sin ningún horizonte de futuro; por otro, un sistema carcelario en crisis, con un Estado que no intervino para generar condiciones de vida dignas de los detenidos. Consecuencia de ello, estamos ante un callejón sin salida. Ahora, cualquier decisión es mala: sacarlos de allí es riesgoso y dejarlos allí es riesgoso.
La única salida ante el callejón sin salida es una salida nueva. El escenario crítico y atípico de la pandemia sanitaria es una buena oportunidad para pensar en una sociedad diferente. Para ello, en el marco de una economía global, es necesario pensar globalmente. Por ejemplo, que nos ocupemos de los paraísos fiscales y de lo que traen aparejado: la evasión y la elusión impositiva.
El mes pasado se descubrieron 950 cuentas de argentinos radicadas en el exterior en las que hay depositados alrededor de 2.600 millones de dólares que eludieron el pago de impuestos. En paralelo, según el informe mensual difundido por el INDEC, una familia tipo necesita casi 42 mil pesos para estar por encima de la línea de pobreza. En nuestro país un alto porcentaje de las familias no tiene un nivel de ingresos suficientes para superar esa línea de pobreza. Entonces, ha llegado el tiempo de barajar y dar de nuevo pero sobre otras reglas. Si las reglas son las mismas lo más probable es que se llegue a resultados muy parecidos. En el mundo hay riqueza de sobra, lo que sucede es que está mal distribuida: está concentrada en muy pocas manos. El principal mecanismo de redistribución en las sociedades capitalistas son los impuestos. De allí que la discusión clásica entre conservadores y reformistas gire principalmente alrededor de las políticas impositivas. Los conservadores, como su nombre lo indica, buscan conservar lo que tienen y se niegan a que haya medidas que los obliguen a repartir. Porque creen que lo que han acumulado les corresponde en exclusividad, porque se lo ganaron, porque han hecho los méritos suficientes para poder acceder a ello. Pero eso no es cierto. En toda fortuna individual hay una inversión hecha por el Estado y costeada por toda la sociedad: la educación de los trabajadores, las rutas por donde circula la producción, los desarrollos en ciencia y tecnología financiados por los gobiernos, entre muchos otros aspectos.
Por eso, más allá del tributo a las grandes fortunas, la Argentina se debe una discusión de fondo sobre una reforma impositiva integral que modifique la actual preponderancia de los impuestos horizontales —es decir, los que gravan igual al desocupado y al gran empresario cuando los dos compran una lata de tomate o una botella de aceite— y traslade el peso de los tributos a los patrimonios y las ganancias. En síntesis: hay que cambiar el criterio de la horizontalidad por el de la progresividad o la verticalidad. ¿Qué quiere decir verticalidad? Que hay que cobrarles más a los que más tienen y menos a los que menos tienen. Por ejemplo, para el impuesto a los bienes personales debería haber un mínimo no imponible alto que deje afuera del gravamen a la inmensa mayoría de la gente, que tiene su casa, que tiene su auto, que tiene todo lo que necesita para vivir bien, y a partir de allí, diseñar una escala que crezca en progresividad a medida que se vaya subiendo en la línea de la acumulación de riqueza.
Un Estado con más recursos debe desarrollar las capacidades para intervenir en los procesos estructurales en el escenario de la actual revolución tecnológica, donde el trabajo tiende a ser sustituido por máquinas o robots y, por lo tanto, transformado en un bien escaso. Será necesario redistribuirlo entre el conjunto de los ciudadanos y ciudadanas del mundo, y esa redistribución debería realizarse reduciendo la jornada laboral sin reducir el valor del salario. Partiendo de la base de que la producción de bienes y servicios necesita consumidores, esta redistribución resultará imprescindible para que el ciclo económico pueda concretarse.
Cuando todos los caminos conocidos son malos, buscar un nuevo camino es el único camino. Los tiempos de pandemia son también tiempos de reflexión.