Desde hace tiempo los debates sobre las cuestiones de seguridad e inseguridad, sobre el delito, sus causas, las formas de prevenirlo, lo que debe hacerse o lo que no, se han trasformado en un enmarañado fárrago de ideas, interpretaciones, críticas y propuestas -muchas consistentes y fundadas, otras peregrinas y disparatadas- que inundan el “éter” de los medios radiales, televisivos , sitios , blogs, muros de Facebook y mensajes en Twitter, además de la tradicional letra impresa de diarios revistas y, finalmente, libros especializados en el tema.
Por Mariano Ciafardini
Asesor en temas de Seguridad del Partido Solidario
Presidente del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED)
Hay que decir, en primer lugar, que el término delito abarca muchas clases de hechos. Podríamos esquematizar diciendo que existen cuatro grandes grupos:
Uno, el conformado por el delito cometido desde el poder político y/o económico: grandes defraudaciones al Estado que implican daños multimillonarios a la sociedad toda, cometidos por funcionarios públicos y empresarios privados. Esto incluye también los golpes financieros planificados que atentan contra el mismo sistema democrático, la evasión fiscal y el contrabando a gran escala de las grandes empresas, el desabastecimiento, la especulación y la violación de las leyes ambientales.
Otro, el de los delitos cometidos por bandas organizadas: grandes robos a bancos, piratería del asfalto, secuestros y actualmente el tráfico de drogas y personas. Con relación a este tipo de hechos hay que decir que destacan muchas veces por la participación o la vinculación de sectores de las mismas fuerzas de seguridad y de la política local o provincial.
En tercer lugar, los delitos contra la propiedad cometidos con bajo nivel de organización, muchas veces violentos, como los robos con armas, secuestros express , arrebatos , o los simples hurtos por descuido, carterismo, ingresos a viviendas a robar , o robos de vehículos estacionados, etc. Generalmente, estos hechos son cometidos por varones jóvenes (por las exigencias mismas del modus operandi), aunque no exclusivamente.
Un cuarto grupo podría delimitarse en torno a los delitos vinculados al abuso sexual, violaciones, abusos de menores o mayores y las violencias en razón de género o la edad, junto con la violencia familiar o entre vecinos, amigos, amantes o conocidos, por razones personales.
Hay delitos que escapan a esta clasificación pero podríamos decir que la mayoría de los hechos que más preocupan y afectan la vida social hoy por hoy están dentro de algunas de estas categorías.
Cuando el gran público y los medios masivos de comunicación se refieren a la inseguridad, lo hacen mayormente en relación a los de la tercera categoría, aunque, también, los hechos de las bandas, sobre todo cuando se comete algún secuestro, y los de los violadores seriales deben incluirse entre los que desatan el temor generalizado.
Los delitos cometidos por las bandas, mafias, el crimen organizado, o como quiera denominárselo, son sólo prevenibles a través de una labor de inteligencia y funcionamiento policial judicial eficaz y oportuno, y esta cuestión llevaría a ocuparse de la corrupción de los sistemas policiales judiciales y de la política local. Además, todo ello se encuentra atravesado por los grandes tráficos ilegales, principalmente el de estupefacientes, lo que hace que su prevención y represión deba enfocarse desde una perspectiva regional integral que no podemos desarrollar aquí.
Los delitos sexuales o los que se dan en el contexto de relaciones personales, familiares, íntimas están relacionados con problemas humanos y sociales estructurales profundos, que para nada aparecen en el superficial tratamiento mediático que les da la gran prensa. También requerirían ser analizados minuciosamente por separado.
En cuanto al delito “común”, el delito masivo y cotidiano que escandaliza por su violencia y extensión, más allá de los diversos factores que se entrecruzan en su génesis (como en la de cualquier fenómeno social o político), es indiscutible que lo que está en la base causal de los mismos es la situación de deterioro social y la marginalidad que sufren especialmente sectores adolescentes y juveniles. Ello viene siendo dicho por los análisis criminológicos más lúcidos desde la época de Tomás Moro.
Algunas visiones “progresistas” insisten en que esta afirmación implica la “criminalización de la pobreza”. Esta reflexión no hace más que contribuir a la confusión general a que aludimos al principio.
Criminalizar la pobreza sería decir que hay una relación entre pobreza y criminalidad que se conjuga en determinadas características personales de determinados individuos, por razones naturales, raciales o desconocidas y que, por lo tanto, lo único que cabría hacer es reprimir a los jóvenes pobres, porque todo el que es joven y pobre sería fatalmente un delincuente en potencia. Y como, o no conocemos las causas de esa afección, o son causas irreversibles por estar ligadas a características innatas, sobre las que no habría aun tratamiento médico o biológico alguno, lo único que nos quedaría sería cuidarnos, como sea de esas “clases peligrosas”. Esto sería, además, repetir el discurso y las políticas de fines del siglo XIX. Políticas que, necesario es recordarlo, en más o en menos, han seguido teniendo vigencia en la práctica de los sistemas penales hasta hoy, aunque sus agentes más represores se cuiden de no expresarse en los términos positivistas nonocentitas, y enreden el discurso mezclándolo con afirmaciones legalistas, contractualistas e, incluso, recurran al retorcido concepto de los “derechos humanos de las víctimas”.
Pero no es esto lo que estamos diciendo. La idea no es vincular la delincuencia (y/o la pobreza) a características personales o grupales de los autores de delito. Muy por el contrario, afirmar que en la exclusión y la pobreza extrema están las causas básicas de determinados tipos de violencia, principalmente entre los jóvenes, no es más que reconocer que la pobreza y particularmente la exclusión son formas de violencia en sí mismas y, por lo tanto, producen como contrapartida, sobre todo entre los más jóvenes, una reacción violenta similar.
Esto no es discurso criminalizante sino el reconocimiento de una verdad racional, de una realidad. Y siguiendo con el mismo hilo racional del razonamiento, si la exclusión social está en la base de la determinación del comportamiento delictivo de muchos jóvenes, y no es una característica intrínseca de la naturaleza humana, lo que deviene necesario, como acción preventiva lógica, es avanzar en las políticas que los saquen de esa situación de marginalidad.
A ello hay que agregarle que este razonamiento resulta, coherentemente, ser el argumento más eficaz contra la inutilidad de la manipulación legislativa de endurecimiento de penas o de aumento del poder represivo del sistema, ya que, en tanto y en cuanto la marginalidad siga estando allí, y a pesar de la reforma legislativa, el delito se seguirá produciendo, tarde o temprano, con menor o mayor expresión de violencia, dependiendo del grado de la contraviolencia estatal que se le oponga.
Es decir que nuestra afirmación no criminaliza la pobreza sino al sistema que la genera y, especialmente, al neoliberalismo que, como expresión más salvaje y violenta del capitalismo, no ha hecho más que exacerbar la exclusión social y, consecuentemente, aumentar los delitos comunes contra la propiedad, cometidos por jóvenes varones. Como prueba de ello estos hechos se quintuplicaron entre los años 89 (hiperinflación–golpe neoliberal) y 1996 (cuando la desocupación alcanzó los dos dígitos y uno de los niveles más altos de la historia argentina). Esto se profundizó en 1999 (crisis asiática) y llegó al máximo en 2001-2002 (desmadre argentino). Así lo indican las estadísticas y los estudios criminológicos más serios con los que contamos.
Esta constatación devela, además, otra de las grandes contradicciones de amplios sectores de la opinión pública, en estos momentos, respecto del tema de la inseguridad.
Así, un extendido sector del pensamiento y la opinión pública actual, que está en contra de las políticas económicas y sociales del actual gobierno kirchnerista, se muestra paralelamente horrorizado por la situación de inseguridad, a partir de la percepción de lo que ven como una alta cantidad de estos delitos comunes contra la propiedad, que en algunos casos exhiben manifestaciones de violencia extrema.
Ahora bien, debería saber esa parte de la opinión pública que si hay gobiernos que ha mantenido a esta gran masa delictiva (aumentada por la gestión de las políticas neoliberales e instalada crónicamente a partir de los años 90) en los niveles más bajos posibles, teniendo en cuenta las reales posibilidades políticas y económicas en el contexto de la globalización actual, esos han sido los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner.
Las políticas neokeynesianas de los últimos diez años, comparadas con la brutalidad económica de los años menemistas y delarruistas, son lo más parecido a un Estado de bienestar a que se puede aspirar en épocas como éstas, condicionadas por el poder financiero mundial.
Cualquiera de las opciones que se presentan al gobierno actual o a su continuidad muestran intenciones económicas que contemplan grados menores o mayores de ajuste o liberación del mercado cambiario, u otras medidas que llevarían, en forma inmediata, a un aumento de la desocupación a grados elevadísimos y con ello se profundizaría, en forma también inmediata, la marginalidad. A partir de allí, consecuentemente volverían a cuadruplicarse o quintuplicarse los niveles de delito callejero y, por ende, sus manifestaciones más violentas.
Es decir que hay que ver la situación actual como de contención de los niveles de seguridad a partir de un piso elevado que dejó el régimen anterior y no como generadora de altos niveles de inseguridad, de lo que pretende acusársela.
Altos niveles de inseguridad (o mucho más altos que los actuales) serían los que vendrían con las opciones que se promocionan paradójicamente como promesa de mayor seguridad.
El discurso de un candidato que critica las políticas económicas de este Gobierno hace buenas migas con el proyecto económico de los fondos financieros globales. Se queja por el control del dólar y, a la vez, promete más seguridad. Es, por lo menos, esquizofrénico.
Claro que como en política todo lo que no avanza retrocede, si se quiere mantener el control precario, pero control al fin, de la violencia, en el que vivimos y, a partir de allí, empezar a disminuirlo, tendrían que profundizarse las políticas que han permitido esta situación de contención. De ahora en adelante ya no bastaría con el neokeynesianismo, sino que habría que empezar a pensar (y hacer) algo bastante más transformador.