Revista DEBATE - 10-01-2010
Antes de discutir los mecanismos electorales hay que plantear qué orden social, político y cultural se busca sustentar democráticamente
Por Carlos Heller *
En estos días la iniciativa de reforma política ha generado un revuelo verbal que se expresó en una turbulenta seguidilla de acusaciones, adjetivos, frases de ocasión, algunos silencios cómplices, protestas airadas (con mayor o menor asidero) y otras intervenciones de beneficiarios de la nueva norma que, sin embargo, la critican con cierto aire de falsete ofendido.
“El camino emprendido por organizaciones políticas emergentes, con la voluntad de superar el trágico legado neoliberal, sólo podrá profundizarse con la constitución de fuerzas sociales y políticas capaces de crear lo nuevo sin negar los valiosos aspectos positivos de las culturas políticas populares, transformadoras y democráticas que no se expresan en las viejas estructuras partidarias”, Carlos Heller.
PERSPECTIVA PROFUNDA
Además del rechazo a las formas que la nueva ley establece para la contienda electoral pretendemos analizar su contenido desde una perspectiva más profunda que hace a lo que el título de la nota refiere: para qué tipo de democracia.
Cuando nosotros discutimos el régimen de partidos lo hacemos en función del modelo de democracia que estamos pensando, defendiendo, imaginando y contribuyendo a construir.
Discutir si debe haber un piso, o si éste debe ser un sistema uninominal o cualquier otra cuestión vinculada a elementos funcionales, sin duda tiene relevancia porque las mejores intenciones se plasman (o naufragan) en el “cómo”, en la estructuración de mecanismos de intervención, participación, decisión, etcétera.
Pero discutir los mecanismos sin discutir qué democracia estamos construyendo o estamos dispuestos a construir es poner el carro delante del caballo, atendiendo tal vez a razones particulares en lugar de dar respuesta al interés general. No hay una visión única de régimen de partidos, pero en todo caso la pregunta por el régimen de partidos no puede plantearse sino después de contestar un interrogante previo: qué orden social, político y cultural pretendemos sustentar democráticamente.
Las concepciones neoliberal-conservadoras han revelado una idea bastante simple y esquemática de lo que conciben como democracia. Para ellos, la democracia se reduce a un mercado electoral en el cual la ciudadanía aporta sólo el ejercicio regular del voto para elegir a los administradores encargados de que el sistema funcione. Democracia, entonces, concebida como un metaplano de “seguridad jurídica del capitalismo” que garantice el statu quo del poder. A esta experiencia, eficazmente desplegada en los noventa en nuestro país y en la región, muchos analistas y politólogos la han calificado como democracia delegativa, limitada y tutelada.
En síntesis, este modelo de democracia y sus consecuencias están a la vista.
Desde nuestra perspectiva, la democratización de la política debe ir de la mano con la democratización de la cultura y de la riqueza.
Una democracia donde parte de los ciudadanos son privados de los más elementales derechos no puede presentar bases sólidas: el derecho a participar puede ejercerse cuando el estómago está satisfecho, el conocimiento disponible, la riqueza repartida con justicia, y se implementan mecanismos efectivos de participación popular en la construcción de un destino común.
La democracia que imaginamos en la transición a una sociedad más equitativa y solidaria supone momentos de aprendizaje, ensayo y aplicación de medidas orientadas a lograr la redistribución de bienes y servicios; el reconocimiento de lo diverso y una creciente participación política en las distintas esferas de gobierno y de la gestión de la cosa pública en general.
Sólo en ese contexto tiene sentido hablar del régimen político, pues discutir el problema de los cargos sin discutir la calidad de la democracia puede contribuir a una percepción corporativista de las dirigencias políticas que luego redunda en una vulnerabilidad de la democracia como sistema. Resultan útiles los interrogantes que permiten profundizar el debate acerca de las asignaturas pendientes que la democracia tiene con los pueblos.
¿Quién toma las decisiones? ¿Quién las ejecuta y con qué controles? ¿Qué grado de participación tiene el pueblo de la cosa pública? ¿Quiénes son afectados por decisiones estatales e, inclusive, por el sector privado? En otros países de nuestra América se están ensayando interesantes reformas constitucionales que habilitan nuevos modos de relación entre la sociedad, el Estado y la política. O dicho de otro modo, se buscan modos de “democratizar la democracia” vinculando con nuevos dispositivos lo social y lo político, al tiempo que se expande y se profundiza -a la inversa que con el neoliberalismo- la esfera de lo público.
Se intentan generar nuevos canales a través de los cuales lo “político” se “socializa” y lo “social” se “politiza”, ligando las demandas y reivindicaciones del movimiento popular y sus múltiples expresiones al funcionamiento de las instituciones estatales, de todas ellas: desde las Escuelas hasta el Poder Ejecutivo, e inclusive, el Poder Judicial.
No se trata esto de un estudio exhaustivo, pero vale hacer una somera enumeración de novedades que traen los nuevos vientos del Bicentenario. Incluso el movimiento cooperativo en su Propuesta para Refundar la Nación hizo aportes en este sentido. Veamos algunos ejemplos concretos y posibles.
El gobierno de las empresas públicas por representantes del Estado, de los trabajadores y de los usuarios conforma una nueva forma de gestión de lo público. La instalación de mecanismos de participación directa y semidirecta, como la consulta popular, el referendo, la iniciativa popular o la revocatoria de mandato son mecanismos de profundización de la democracia.
En Bolivia, la nueva Constitución establece cupos del 50 por ciento de género en el Poder Ejecutivo y en el Legislativo. Si una cámara quiere obturar el tratamiento de un tema, se prevé la posibilidad de convocar en veinte días una asamblea de diputados y senadores para que traten el tema en cuestión. Y si se registran en el Congreso Boliviano seis ausencias seguidas u once anuales sin justificación, el legislador pierde su banca.
Podríamos pensar, en este sentido y resumiendo, en tres tácticas simultáneas para “democratizar la política”. En primer lugar, la democratización de las viejas instituciones heredadas de los aparatos estatales nacionales. Allí se incorporarían a los órganos de decisión y de ejecución representaciones sociales de los actores afectados por las decisiones a tomar. Lo que proponemos para la gestión de las empresas públicas desde el movimiento cooperativo es un ejemplo. Pensar el lugar que docentes, estudiantes y comunidades territoriales pueden tener en el sistema educativo es otro caso posible. O la cogestión de los hospitales y entre hospitales con todos los actores involucrados.
También en la esfera de la producción -como cooperativas y el Estado- pueden pensarse en modelos asociativos. Del mismo modo, debemos incorporar el tema de la participación y sus diferentes mecanismos para abordar el complejo tema de la seguridad en democracia. En segundo lugar, la creación de mecanismos participativos como los ya nombrados (iniciativa popular, referendo, etcétera) Y tercero, la posibilidad de crear nuevas instituciones que den respuesta a las necesidades y demandas que hacen a la creación de un orden social igualitario y con un pueblo protagonista de un destino común y construido colectivamente.
Si democratizar el Estado y expandir/profundizar lo público es un gran problema de la agenda política, el otro es democratizar los partidos políticos. Algunas de estas herramientas se convirtieron en dispositivos de reparto de cargos, con el pragmatismo como hoja de ruta. Muchas de las jóvenes fuerzas políticas emergentes replican prácticas clientelares, internismo, matonismo, fraudes con tanta o más eficiencia que los grandes aparatos. Otras, estamos ensayando caminos de construcción de participación genuina de los miembros del partido y fuertemente articulados con el movimiento social.
Si nos opusimos a la nueva norma no fue sólo por los obstáculos para que los partidos pequeños tengan posibilidades de crecer, sino porque quedaron fuera del debate cuestiones que hacen a la construcción de una democracia sustantiva. De eso se trata. De democratizar la democracia.
* Diputado Nacional, Nuevo Encuentro Popular y Solidario