Nodal | Opinión
Por Carlos Heller
La evolución reciente del comercio externo en Argentina, resulta preocupante. En los siete primeros meses del año se verificó un déficit comercial de 3.428 millones de dólares, superior incluso al mayor registro en rojo de 1994, en pleno gobierno de Carlos Menem. No podía esperarse nada muy distinto, en el marco de la apertura importadora implementada por la actual gestión. De hecho, en el período citado, las importaciones crecieron 15,4% contra un tenue aumento del 1,4% de las exportaciones.
A finales de agosto, el presidente afirmó: “la Argentina solo tiene futuro si nos integramos al mundo”. El mensaje no se brindó en el seno de una cámara importadora, sino en el marco de las celebraciones por el Día de la Industria: una verdadera paradoja. No obstante los empresarios manufactureros –sacando a los núcleos más concentrados– no tienen nada para festejar. Por caso, los niveles de producción son similares a los del comienzo de la gestión de Mauricio Macri, y además, la ocupación sigue cayendo, con particulares daños en sectores intensivos en mano de obra.
Mientras, el gobierno continúa estrechando los vínculos con las principales potencias. La estrategia incluye la integración comercial irrestricta en diferentes niveles: desde el multilateral, con la búsqueda de acuerdos con la Unión Europea (vía MERCOSUR), o a través de la Alianza del Pacífico, hasta en el plano bilateral, como es el caso de las recientes conversaciones con Estados Unidos.
Se trata de una integración subordinada, que ha dejado de lado cualquier proyecto genuino de desarrollo económico y social para el país. El retorno a las aguas del libre mercado en donde, indefectiblemente, el tiburón termina comiéndose a los peces más pequeños.
Lo que acaba de ocurrir con el biodiesel es un ejemplo claro de las asimetrías que existen entre naciones. Tras la visita del vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, Argentina anunció con bombos y platillos un acuerdo para exportar limones a Estados Unidos, a cambio del levantamiento, tras 25 años, de aranceles al ingreso de cerdos norteamericanos. No obstante, tan sólo unos días después, aparecieron los afilados dientes del escualo, dado que EEUU impuso un arancel de hasta el 64% sobre el biodiésel importado desde Argentina. Esta decisión implica, en los hechos, el bloqueo del ingreso de una producción destinada casi exclusivamente al mercado norteamericano.
Sin embargo, para el ministro de Producción argentino, Francisco Cabrera, “la medida ha puesto a la política de Estados Unidos en una posición de offside con la Argentina, y quedamos en mejores condiciones para negociar otras cosas”. Al funcionario parece no importarle la posible pérdida de exportaciones por más de 1.200 millones de dólares en 2017, que elevará sin dudas el déficit comercial final. De paso, ¿cómo tomarán este comentario los empresarios que destinaron fondos a dicha actividad? Las palabras del Ministro no parecen ir muy en línea con la lluvia de inversiones que el gobierno espera.
Por su parte, la Unión Europea postergó hace un tiempo la reducción de los derechos antidumping contra las exportaciones argentinas de biodiésel, a pesar de que un fallo de la Organización Mundial del Comercio (OMC) determinó que esa medida no se ajusta a la normativa internacional.
Si en vez de la Unión Europea, tal postergación hubiera venido de un país periférico, seguro que los organismos internacionales estarían aludiendo a las violaciones de la normativa internacional y de los mejores principios de calidad institucional. Un típico argumento de doble estándar: las potencias se calzan el traje del librecambio para colocarnos sus productos y luego, al momento de abrir sus fronteras, se transforman en los más férreos proteccionistas.
Estados Unidos era, ya antes de Trump, el país con mayor número de medidas de protección comercial. Y el Reino Unido, España, Alemania y Francia han implementado más medidas de protección que China. Posturas que indican una clara defensa de su trabajo interno, y un intento de exportarnos el ajuste por la vía comercial, entre otros canales.
Las autoridades argentinas han comprado todos los boletos del tren de la apertura comercial y con ello amplifican las amenazas contra la industria y los trabajadores. Ya sea por la vía del ingreso liso y llano de importaciones, o por la vía del mentado incremento de la competitividad (flexibilización laboral). El resultado final de la ecuación es abrumador: un menor nivel de empleo y salario real, así como peores condiciones de trabajo.
Para peor, la coyuntura mundial tampoco permite vislumbrar un despegue de las exportaciones que permita rebalancear los pésimos números del comercio exterior. La CEPAL sostuvo hace poco que “el bajo dinamismo de la demanda agregada a nivel mundial, hace difícil que el crecimiento se retome en el corto y mediano plazo a través del sector exportador, como ocurrió en el período anterior 2002-2008”. Finalmente, agrega, “los ajustes que se hagan en el tipo de cambio pueden resultar poco eficaces para potenciar las exportaciones si existe un estancamiento en la demanda agregada mundial”.
La advertencia de la CEPAL se aplica perfectamente al rumbo adoptado por Argentina. Un rumbo que lo único que garantiza es una mayor ganancia empresarial para los sectores más concentrados, y un sustancial empeoramiento del salario y de las condiciones de vida de los ciudadanos en general. La realidad actual recuerda a los años noventa, cuando se planteaba la imposibilidad de aplicar regulaciones a los flujos comerciales. Sin embargo, en la primera década de este siglo, en la región latinoamericana se fijaron límites concretos al proyecto de integración neoliberal. Un camino que hoy resulta imperioso volver a transitar.