Perfil | Opinión
Por Carlos Heller
La oposición continúa convocando a manifestaciones públicas para oponerse a las políticas del gobierno. Ello sucede en un escenario donde la Organización Mundial de la Salud (OMS) sigue alertando acerca del peligro que subsiste alrededor de las actividades sociales. En ese sentido, les pide a los gobiernos y a las sociedades que tomen medidas para evitar esos encuentros que aumentan las posibilidades de transmisión del virus. En un momento crítico como el que atravesamos en la Argentina, trasgredir esa recomendación es grave y hasta irresponsable. Pero esa postura no es original en la oposición. Es la concepción de la teoría del rebaño: dejemos que todos y todas salgan, que se contagien y que ello vaya produciendo la inmunidad colectiva. Este planteo adquirió características dramáticas en Reino Unido, por ejemplo. Fue también la posición de Trump y de Bolsonaro. Ese pensamiento estaba y continúa estando en algún sector de la oposición en la Argentina.
Pero, ¿qué busca esa oposición? Intenta bloquear el ejercicio del gobierno legitimado por el voto de una amplia mayoría. Primero, se apropia de palabras hermosas como consenso y unidad nacional. El ex Presidente Duhalde dijo el disparate que dijo —que podría haber un golpe de Estado en la Argentina— para señalar después que el modo de impedir que ello suceda es diseñando un gobierno de unidad nacional. Es decir: incorporando a Juntos por el Cambio a una coalición gubernamental. Es una especie de chantaje: si no hay consenso hay golpe de Estado. El consenso, entonces, sería una categoría única y obligatoria en la política argentina.
Es una idea similar a la que intentan instalar en el plano de la economía: tomando como ejemplo al equipo de asesores en salud que asiste al Presidente, proponen convocar a economistas de distintas tendencias para que asesoren al gobierno sobre las políticas que éste debería implementar. Primero instalan la idea de que no hay plan económico. Luego, proponen que ese supuesto vacío sea llenado por las políticas diseñadas por ese “equipo técnico”. Por lo cual, no sería el gobierno, legitimado en una elección en la cual ganó con el 48 por ciento de los votos hace apenas nueve meses, quien diseñe el plan económico sino un equipo convocado ad hoc, que expresa un gobierno de coalición o de “unidad nacional”.
Pero la coalición ya está constituida: es la que gobierna. Es la que tiene la amplitud que permitió construir la mayoría que ganó las elecciones. Esa coalición se puede ampliar pero en la medida que ello no conduzca a desnaturalizar sus contenidos. Porque no se trata solo de sumar. Gobernar supone tener una dirección. Tiene que haber un proyecto y, por lo tanto, tiene que haber un rumbo.
Por eso, es natural que haya confrontación entre proyectos con diferencias marcadas. Un ejemplo es lo que sucede en Estados Unidos. Los demócratas proponen un seguro universal de salud que resulta inadmisible para los republicanos. O una política de control de armas que es rechazada por el sector que hoy lidera Trump. Lo mismo sucede con las propuestas del partido de Bolsonaro y del PT en Brasil. ¿Cómo se concilian modelos que son tan antitéticos?
Hace nueve meses Alberto Fernández y Cristina Fernández ganaron las elecciones por más de ocho puntos. Fue una victoria contundente. Ante eso, la oposición dice: nosotros somos el cuarenta por ciento y tenemos derecho a condicionar las políticas del gobierno. Ello es una violación de los conceptos de democracia y de representación popular. Porque estos establecen mecanismos de mayorías y de cuantía de esas mayorías para decidir, cuando una situación no es resuelta por consenso. Por eso, hay leyes que requieren mayorías especiales. Las mayorías que se logran en el marco de estos mecanismos jurídicos, constitucionales y republicanos son las que garantizan la legitimidad de lo que se resuelve.
Una parte de la oposición quiere seguir gobernando aun cuando perdió las elecciones.