Minuto Uno | Opinión
Por Juan Carlos Junio
Si algo resulta inapelable en nuestro país en estos días es que estamos ante un inminente cambio de época. Una vez más nos identificamos con aquella canción que inmortalizó Mercedes: “y así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”.
Más allá de que aún faltan los comicios definitivos, el resultado de las PASO desató un clima de fin de ciclo del proyecto macrista. Ello se ve reflejado en la campaña de los candidatos: mientras Macri intenta apelar infructuosamente a una épica micro militante tardía arengando a un puñado de vecinos para revertir lo imposible, Alberto Fernández viene de realizar una gira mundial digna de jefe de Estado y acaba de lanzar un ambicioso plan contra el hambre con una amplia representación social.
La expectativa de un cambio de modelo económico está descontada. En los pronunciamientos de los Fernández y sus voceros económicos más cercanos, queda claro que se termina la etapa de especulación financiera y dominio de un núcleo minúsculo de grandes empresarios, para dar lugar a una economía de producción y empleo, en base a un mercado interno vigorizado vía aumento de los salarios y las jubilaciones. El punto radica en pensar cómo será el tránsito hacia una democratización de nuestras riquezas y sobre quiénes recaerá el mayor peso del esfuerzo para redistribuir los ingresos generados por la sociedad.
En los gobiernos liberales -sin ir más lejos, el que está yéndose-, es común que se proponga la consabida teoría del derrame, es decir, primero llenar la copa de los ricos para que después rebalsen los beneficios hacia los de abajo. Lo cierto es que lo primero siempre ocurre, en cambio, lo último nunca se cumple. Deberíamos preguntarnos qué clase de modelo de sociedad nos vuelven a proponer que nos remite al estado de naturaleza primitiva sustentado en el predominio de los más fuertes y luego, si queda algo, comen los más débiles. Esa lógica de la prepotencia del más fuerte es la ética de un capitalismo desatado.
Actualmente, a pesar de su envoltorio, el argumento es que la manada debe premiar a los cazadores más vigorosos (la meritocracia). Ellos serían luego los que conseguirán alimento para el resto. Trasladar este comportamiento al mundo social conlleva no solo renunciar a los preceptos civilizadores más elementales de la vida en comunidad, sino que implica una mirada sobre la economía que pierde de vista que es una ciencia social y que su sentido esencial es beneficiar a la sociedad. Por eso salud, educación, acceso a bienes públicos, inclusión y niveles de participación ciudadana, no deben ser concebidos como gastos, sino como una verdadera inversión que redunda en un mejor país para todos.
Con Macri, las mieles fueron siempre hacia los sectores más poderosos. Por ejemplo, el presupuesto presentado el año pasado para este 2019 ya contemplaba que el pago de intereses de deuda crecería 10%, mientras que los desembolsos para seguridad social de los jubilados y pensionados apenas un 1%. Esas proporciones serán revertidas en el nuevo gobierno. Macri arrasó la caja de las jubilaciones. Como señala el periodista Alfredo Zaiat, recibió el Fondo de Garantía de Sustentabilidad (FGS) con activos por 67 mil millones de dólares y hoy tras las duras devaluaciones auto inflingidas apenas llegan a 22 mil millones. Así, en cuatro años perdió casi 70% en dólares. Se trata entonces de identificar claramente a los ganadores y perdedores del modelo que culmina. Alberto Fernández ya se ha referido críticamente a la especulación financiera. Un buen lineamiento inicial sería obtener recursos de los sectores económicos que han tenido rentas extraordinarias, el financiero es uno de ellos, pero también cabrá revisar los balances y contratos de las empresas de servicios públicos privatizadas, incluyendo el sector energético, las mineras, los grandes agroexportadores y otros.
Respecto a los sectores más humildes, ahora ampliamente empobrecidos, las diferencias entre Alberto Fernández y Macri surgen con nitidez. Mientras que para el presidente actual la pobreza es sólo un slogan de campaña, que lejos de llevarla a 0 llegó al 35,6% y a fin de año estará cerrando en torno al 40%, Alberto Fernández lanzó el “Plan Argentina sin Hambre” convocando a una vasta red de organizaciones, cámaras empresariales, y distintos niveles de gobierno para lo cual se sancionarán leyes y destinarán fondos muy importantes. Un plan de esta envergadura da cuenta de la utilización plena de las capacidades del Estado para priorizar y dar solución al flagelo inmoral del hambre de nuestros niños y adolescentes en el país de la producción de los alimentos para medio mundo.
En suma, lo esencial es salir al encuentro prioritariamente y en forma urgente de la deuda social con nuestro propio pueblo: asalariados y jubilados despojados en sus ingresos, pymes y clases medias atacadas por tarifazos y créditos a tasas usurarias, jóvenes universitarios y científicos abandonados por un estado negador de su rol social. Todo cambiará.