Tiempo Argentino | Opinión
Por Juan Carlos Junio
El reciente fallo de la Corte Suprema por la coparticipación de CABA se transformó en la gota desbordante de la confrontación entre el Gobierno Nacional, el Frente de Todos, incluyendo a la mayoría de los gobernadores y una gran parte de la opinión pública, contra la corte, los jueces de Comodoro Py y otros núcleos del poder judicial. La respuesta del Gobierno fue la impugnación del fallo, la apelación ante la opinión pública y el juicio político, comenzando por su presidente, Rosatti.
Los cuatro cortesanos afirmaron su política de intromisión sobre los otros poderes democráticos del Estado, auto asignándose una especie de derecho de veto sobre todo tipo de temas económicos, sociales, tarifarios y políticos.
Así es que se ha ido constituyendo en un grupo ilegítimo, amalgamado a los poderes económicos, mediáticos y políticos, con el objeto de cogobernar. Resulta obvio que se abrogan facultades para las cuales nadie los votó.
Todo este accionar político del PRO porteño instituido hace 15 años se apoya en el doble estándar que los principales medios de comunicación le otorgan en forma irrestricta al jefe de gobierno porteño. En cambio se llaman a silencio ante las decisiones de un sistema judicial que siempre arbitra a favor de la derecha política y de las grandes corporaciones y oculta los negociados del gobierno amarillo, como el de las grúas, que ahora se muestra como un grotesco «gruaslandia» de la corrupción.
En cuanto al conflicto con CABA, el jefe de gobierno Rodríguez Larreta machaca con la muletilla de que se atenta contra «la ciudad». De allí que resulta imprescindible incluir en el análisis el hecho de que el fallo no vino a favorecer a los/as habitantes de la Ciudad Autónoma, sino a la fuerza política que la gobierna, y particularmente a quien era la mano derecha en el PRO de Macri.
Existe un punto originario determinante de este conflicto: el costo de la Policía de la Ciudad que debió ser aportado por la Nación, pero ese es un dato que el PRO siempre ocultó. Hubiera sido determinante que el gobierno porteño mostrara sus cuentas en forma transparente. Ahora, es imposible creer que el mantenimiento de la estructura policial requiera, como ocurrió, la triplicación del aporte de la Nación que le asignó Mauricio Macri, que luego llevaron a 3,5% del total de fondos coparticipables y que el presidente Alberto Fernández debió corregir, reduciéndolo al 1,40% que regía antes de la decisión establecida por decreto presidencial de Macri.
En ese contexto surge una pregunta obligada: ¿en qué se aplicó durante todos estos años, desde 2016, esa enorme masa fondos que se le dio en exceso al PRO de Larreta, supuestamente para cubrir el costo de las fuerzas de seguridad? El alcalde manejó esos recursos discrecionalmente, pero está clarísimo que no fueron utilizados para mejorar la vida de nuestro pueblo. Cierto es que la ciudad de Buenos Aires goza de más ingresos que el resto de nuestras provincias, sin embargo es imprescindible registrar que la pobreza y exclusión están estructuradas, los 800.000 ciudadanas/os pobres son el ejemplo más lamentable. Las autoridades porteñas siempre enarbolan la consigna de que «el futuro es la educación», pero en la realidad hay niños/as que ni aunque quieran pueden «caer en la escuela pública», a colación de aquella patética confesión de Mauricio Macri. Cabe agregar que el presupuesto en ese rubro es el más bajo de la historia y que el gobierno de JxC todos los años rechaza el acceso a la escuela pública entre 25.000 a 50.000 niñas/os, lo cual forma parte de una política deliberada de desarticulación de la educación y la salud pública. De allí que los docentes y los profesionales de la salud debieran librar por meses una ardua batalla para recibir sueldos dignos y para que los hospitales tengan menores carencias en infraestructura, tecnológicas y de insumos básicos.
La cruda realidad es que en nuestra ciudad el problema es de prioridades, no de falta de recursos. De hecho el gobierno porteño de Juntos por el Cambio (JxC) continuó creando nuevos impuestos, inclusive durante la pandemia, y «actualizó» tributos y tasas (como el ABL), varios de ellos por encima de la inflación, pero nunca crecieron los gastos sociales, ni en cultura, ni en mejoras ecológicas. Siempre fue la publicidad oficial, la «niña bonita», que incrementaba su presupuesto. Un acontecimiento de excepcional trascendencia como es la asunción de Lula da Silva en Brasil, nos obliga a cambiar de enfoque. Ciertamente se ha generado un viraje en la política regional, por el peso de Brasil en el continente y por el liderazgo de Lula. No se trata de un presidente más, sino de la figura más trascendente del continente, por su historia, por su legitimidad y por su firmeza, que le permitió derrotar la conjura de una justicia de guerra asociada a los grandes intereses económicos, que llegaron a condenarlo y encarcelarlo. El pueblo lo volvió a votar y será presidente por tercera vez.
En los próximos cuatro años, la República hermana será conducida por un presidente progresista que fortalecerá la restitución de los lazos americanistas de la CELAC, la UNASUR y el MERCOSUR.
Sin duda, resulta preocupante que el expresidente de ultraderecha, Jair Bolsonaro, haya logrado una cantidad muy importante de votos, pero lo determinante del acontecimiento político, es el advenimiento de la coalición triunfante que preside Lula. Se corona así un proceso en el continente de triunfos electorales de los frentes populares progresistas, contra las propuestas neoliberales de derecha, más allá de que esos gobiernos deben enfrentar el acoso del poder real, fundamentalmente el económico y el mediático, tal como podemos observar en estos tiempos en la Argentina.
El regreso de Lula da Silva genera una enorme esperanza, su liderazgo fortalece los proyectos progresistas, los lazos regionales y las posibilidades de acciones comunes que refuercen la perspectiva soberana en tiempos que asoman como decisivos en el continente y en el mundo.
Volviendo al plano interno, a pesar de las embestidas de la oposición mediática, judicial y política, el gobierno se propone que en 2023 se cumplan los objetivos definidos en el Presupuesto, manteniendo los equilibrios macroeconómicos, abonando el sendero de mayor crecimiento de la actividad y, consecuentemente, de la recaudación, a los efectos de superar la inversión en todo lo concerniente a lo social, al trabajo y a un imprescindible cambio en la distribución de los ingresos. Una lógica que está en las antípodas de la visión que apunta a un brutal ajuste del gasto.
Es sabido que sólo con el crecimiento no alcanza para mejorar las condiciones de vida del pueblo y que el accionar de un Estado activo es indispensable para encarar el desafío de que los frutos de una recuperación se distribuyan con un sentido de justicia social. Por esa razón resulta crucial controlar con la máxima determinación los aumentos injustificados de los precios, propios de una puja distributiva generada desde las grandes empresas formadoras, verdaderas culpables de la inflación. Los últimos registros inflacionarios reflejan logros de políticas como Precios Justos. Pero todavía es muy insuficiente para mejorar la vida de las mayorías. Es preciso continuar avanzando en el control de los núcleos oligopólicos que especulan tras un doble propósito: optimizar siempre sus ganancias, e impedir que el estado intervenga en «el mercado», para defender a la ciudadanía de los abusadores crónicos.
Nota publicada en Tiempo Argentino el 08/01/2023