Página/12 | Opinión
Por Carlos Heller
Luego de la exitosa reestructuración de la deuda, que acalló la prédica sobre un supuesto inminente default, y casi sin mediar descanso, las críticas se concentraron hacia la necesidad de una devaluación. Sin embargo, no existen factores económicos reales para que ello ocurra.
A la hora de ver los “fundamentales” hay que analizar la competitividad cambiaria medida por el Índice de Tipo de Cambio Real Multilateral (TCRM) que elabora el Banco Central. El mismo muestra un valor 22 por ciento más elevado que luego de la primera devaluación del gobierno de Mauricio Macri, en diciembre de 2015, y un 35 por ciento más que el promedio del período mayo de 2016-abril de 2018. Es decir, que el argumento típico de que la devaluación corregiría un atraso cambiario no opera en este contexto. Todo lo contrario.
No debe olvidarse la situación generada por la herencia recibida. Un reciente informe de la Cámara de Importadores de la República Argentina (Cira) indica que entre 2016 y 2020 el resultado cambiario acumuló un déficit de 58.807 millones de dólares, a pesar de que en el mismo período el intercambio comercial dejó un saldo positivo de 50.680 millones de dólares.
Parte de ese excedente se fue en concepto de intereses, utilidades y dividendos por 18.477 millones de dólares, en gasto en turismo por 27.248 millones de dólares y por formación de activos externos (de los sectores privado, público y gobierno) por 66.167 millones de dólares. Si bien Cira identifica a los últimos dos ítems como “situaciones anormales”, también incluiría en esta definición al pago de intereses porque es, en definitiva, el resultado de la insustentable deuda dejada por el macrismo.
Se menciona insistentemente que las expectativas de devaluación obedecen a la denominada brecha entre el dólar oficial y las cotizaciones alternativas (CCL y MEP) e ilegales. Pero se sabe que estas últimas son altamente especulativas y, por lo tanto, no son representativas pues no mueven grandes volúmenes, como sí ocurre con el dólar oficial, que es el que se utiliza para las operaciones de comercio exterior.
Otro de los argumentos es el de la emisión monetaria “fuera de control”. Sin embargo, proyectando el tercer trimestre, la Base Monetaria respecto del PIB se situaría en 8,6 por ciento, no muy distinta a los valores cercanos al 8,0 por ciento para el mismo período de 2016, 2017 y 2018, antes de que desembarcara el FMI y el macrismo aplicara la política de emisión cero, que llevó el indicador al 6,0 por ciento en 2019.
Una desmonetización abrupta que, así y todo, no impidió la inflación (53,8 por ciento en el último año de Macri) ni la fuga de divisas. Bien típico de la concepción monetarista. Además no hay que perder de vista que, producto de la pandemia, aumentaron las necesidades de emisión en todo el mundo, no sólo en Argentina. Tampoco es correcto comparar la Base Monetaria con las reservas internacionales del BCRA, pues éste era el enfoque de la convertibilidad, una idea que, por los efectos que evidenció sobre la economía y la sociedad, ya debería haber sido abandonada por completo. Pero siempre existen algunos nostálgicos que intentan mantener viva esa idea.
Se trató de generar zozobra financiera en las redes respecto de un supuesto corralito sobre los depósitos bancarios, aunque nada de eso, lógicamente, terminó pasando. Un rumor que cayó por su propio peso. Sin embargo, para que no haya dudas, no existe punto de comparación con la época del “uno a uno”, cuando el sistema financiero estaba en su totalidad virtualmente dolarizado. Hoy casi el 80 por ciento de los depósitos del sistema esta en pesos. Y en cuanto al 20 por ciento restante, el indicador de liquidez en dólares del sistema financiero muestra que hay cobertura suficiente para enfrentar cualquier tipo de retiro de depósitos. La liquidez (dólares disponibles) llegó al 76,5 por ciento de los depósitos, cuando en enero era del 61,6 por ciento, y además hay un monto importante de depósitos institucionales que no se cancelarían.
Por último, no hay que omitir en el análisis los costos inflacionarios de una eventual devaluación, más aún en un contexto en el que la pobreza se encuentra en niveles del 40,9 por ciento de la población. Por eso, resulta clave desarmar la sesgada lógica con la que se trata de incidir en el humor cotidiano y que no repara en las consecuencias que pueda tener sobre el conjunto de la sociedad.