Página/12 | Opinión
Por Carlos Heller
Dada la magnitud de la deuda, la forma en que están programados los vencimientos y las tasas de interés a las que están pactadas las operaciones, Argentina no puede pagar. Y, como sabemos, cuando algo es imposible deja de ser una opción. Entonces, tanto para el deudor como para el acreedor, la cuestión pasa a ser cómo transformar esa deuda en sostenible. Es decir: en posible de afrontar. Deudor y acreedor tienen un objetivo en común: transformar una deuda imposible en una deuda posible.
Para la Argentina, el tema de la deuda es una prioridad. No hay posibilidad de un proyecto de país inclusivo, con crecimiento, que repare las arbitrariedades y las injusticias, si primero no se encamina la renegociación de un endeudamiento que mantiene a la Nación en estado crítico.
Lo dijo con precisión el ministro Martín Guzmán en la conferencia de prensa en la que anunció el envío al Parlamento del proyecto de ley de Restauración de Sostenibilidad de la Deuda Pública: “Está claro que hoy en día la situación del país es crítica. El país se enfrenta a una profunda crisis de deuda. Lo que se ha hecho con la deuda es un desastre”. Por eso, el Gobierno se ha propuesto un plazo tentativo hasta el 31 de marzo para resolver esa cuestión con los acreedores. Y por esa razón envía este proyecto al Congreso que empodera al ministro de Economía como autoridad de aplicación.
Dentro de la ley de administración financiera vigente, la negociación debería resolver, al menos, dos de tres condiciones: el monto de la deuda, el plazo del pago y las tasas de interés. O hay nuevos plazos y reducción de intereses o nuevos plazos y quita de capital o quita de capital y reducción de intereses. Estas tres variables deben estar en la mesa de negociación. De las tres, el establecimiento de un período de gracia o de nuevos plazos parece la condición prioritaria.
Mientras tanto, el Gobierno toma medidas urgentes como el Plan Argentina contra el Hambre para comenzar a reparar lo más grave dejado por la gestión anterior. Los ministros han tomado posesión de sus cargos y se han encontrado con verdaderos desastres en sus áreas de gestión. Obras sin terminar o inauguradas para la tribuna, montañas de vacunas sin retirar en el Puerto de Buenos Aires, cientos de escuelas en estado crítico, sólo por citar unos pocos ejemplos.
Entre esos hechos críticos, el gobierno anterior produjo en el país un enorme endeudamiento.
Todo indica que la oposición no debería oponerse a que el nuevo gobierno intente resolver el problema. Sólo se trata de darle herramientas al Estado nacional para que pueda avanzar en esas negociaciones.
Pero, además, este proceso de reestructuración de la deuda que propone el actual gobierno ya fue insinuado por la administración de Mauricio Macri cuando, luego de las elecciones de octubre, comenzó a plantear la necesidad de un reperfilamiento de la deuda porque no existían los recursos para pagar los vencimientos tal como estaban programados.
Es decir: ellos también veían que la deuda, tal como estaba programada era impagable. Recordemos algunos números: con datos a diciembre la deuda bruta total, pesos y dólares, es de 308 mil millones de dólares. Pero si tomamos sólo los títulos públicos emitidos en moneda extranjera, la deuda es de 153 mil millones de dólares. Y si observamos los vencimientos de este año 2020, éstos suman un total de 67.200 millones de dólares en capital e intereses (este monto incluye las deudas con el sector público y organismos internacionales), de los cuales 52.500 millones están nominados en moneda extranjera. Por lo tanto, la negociación es una cuestión que se impone por su propio peso. Argentina se encuentra ante ese punto inflexible en el cual si no resuelve el problema de la deuda todo lo demás se torna inviable o de muy difícil concreción.
Desde varios puntos de vista parece absolutamente natural la intervención del Parlamento en la discusión sobre la reestructuración de la deuda argentina. Porque esa intervención, además, le agrega legitimidad a los negociadores argentinos: estos ya no negociarían, de aprobarse la ley, sólo como expresión del Poder Ejecutivo sino como representantes de buena parte del sistema político argentino. Además, el Congreso seguirá interviniendo a través de la Comisión Bicameral de Seguimiento de la Deuda o de comisiones ad hoc a crearse, a las que el gobierno deberá presentarle informes y avances de lo acontecido en el proceso de negociación.
Será, además, un modo de cambiar una práctica: durante los cuatro años que gobernó Macri no hubo tratamiento parlamentario de los temas de deuda, incluida la contraída con el Fondo Monetario Internacional.
Por otro lado, el proyecto que ha enviado el Ejecutivo al Parlamento establece una serie de limitantes para quienes llevan adelante esta negociación. Por ejemplo, el tema del monto de las comisiones y la protección frente a eventuales riesgos de embargo de bienes que la Nación considera fundamentales y que deberían ser considerados inembargables.
Hay una última cuestión a tener en cuenta. Para el caso específico de las negociaciones con el FMI, Guzmán dejó muy en claro que no se aceptarían las reformas clásicas que pide este organismo de crédito, tales como la reforma jubilatoria y la reforma laboral. Lo dijo explícitamente: “Lo que sucede es que en este momento la relación con el Fondo es diferente a lo que ha ocurrido en otras instancias en la historia argentina. Nosotros estamos en control. Este es un programa económico diseñado por nosotros y ejecutado por nosotros. Y nosotros no vamos a permitir ninguna condicionalidad. El programa del FMI, el programa que acordó el gobierno argentino previo con el Fondo, fue un estrepitoso fracaso. Los números están a la vista”.
Más claro imposible: hay un nuevo posicionamiento de Argentina en materia de renegociación de la deuda, en materia de relacionamiento con el Fondo Monetario Internacional, y con los tenedores de bonos de la deuda en proceso de negociación.
El gobierno ha dicho que hay otro camino: el de hacer compatible el pago de la deuda renegociada con la aplicación de un programa de crecimiento con inclusión social.