Página/12 | Opinión
Por Carlos Heller
La idea del consenso suele ser utilizada para invalidar el debate. Ello ocurre cuando se coloca al primero como una condición para habilitar al segundo. Por supuesto, es una trampa: si hay consenso previo es innecesario el debate. Si en el punto de partida hay acuerdo lo más probable es que también lo haya en el punto de llegada.
Por otro lado, el resultado final de los debates públicos no es necesariamente el consenso: a lo largo de los mismos, las diferencias se suelen mantener porque, en general, las posiciones que se enfrentan representan intereses y proyecto distintos. Por eso, el voto es la continuidad del debate por otros medios. De allí que la democracia habilite procedimientos para obtener consensos o para obtener mayorías. Ambos resultados son, al mismo tiempo, legítimos y proveedores de legitimidad.
La democracia es, por lo tanto, un sistema que permite la gestión de los disensos. Por eso, la idea de que el consenso tiene que estar en el punto de partida y en el punto de llegada es profundamente antidemocrática. Porque en esos casos no hay representación de proyectos distintos ni construcción de mayorías alrededor de ellos.
La Argentina es una República. Hay división de poderes. Hay una Constitución vigente. ¿Qué establecen esa división de poderes y esa Constitución? Que hay un Congreso de la Nación donde funciona el Parlamento, dividido en una Cámara de Diputados/as y otra de Senadores/as, que tienen distintos modos de representación y distintas composiciones. La Constitución y los reglamentos establecen qué mayorías se necesitan alcanzar según la relevancia de los temas a tratar. Si allí se establece que un tema puede ser aprobado por mayoría simple, ¿por qué se va a subordinar esa discusión a que previamente exista consenso?
Estamos ante un debate falso fortalecido por una palabra hermosa. ¿Quién puede estar en contra de la construcción de consensos? Pero, ¿qué sucede cuando no hay consensos? Por ejemplo, entre los que quieren un Estado ausente o canchero y entre los que creen que el Estado tiene que tener un rol presente o activo. O entre los que proponen defender el mercado interno y la agregación de valor en los productos exportables y los que promueven la apertura indiscriminada de la economía. Es allí donde interviene la democracia como gestión de los disensos: se impone el proyecto que construye mayorías.
Por otra parte, la Constitución establece que periódicamente se debe consultar al mandante, es decir, al que le da el poder al mandatario. El Presidente, desde este punto de vista del origen del poder, no es el que manda: es quien cumple el mandato. Cuando Alberto Fernández dice que no pretende hacer otra cosa que lo que él mismo prometió en la campaña electoral —es decir, cumplir con el mandante— aparecen relatos conspirativos sobre los objetivos ocultos de sus decisiones. Sin embargo, lo que el Presidente está llevando a la práctica es lo que le prometió a la ciudadanía y lo que le permitió ganar las elecciones con más del 48 por ciento de los votos.
Luego, en el marco de la división de poderes, el Parlamento trata los proyectos que presentan los legisladores y los que envía el Ejecutivo. Allí, las distintas representaciones nacidas del proceso electoral los analizan y discuten buscando aprobarlos o desaprobarlos. En ese espacio institucional construyen las mayorías necesarias de acuerdo a los criterios que la Constitución y los reglamentos establecen para sancionar las leyes. En ese proceso, el consenso es un objetivo ideal. Por ejemplo, si un proyecto es votado por una amplia mayoría de los congresales lo consideramos un éxito. Pero la ley tiene el mismo valor, desde el punto de vista de su efectividad y legitimidad, si en una sesión donde hay 129 diputados y diputadas, y por lo tanto está habilitada legalmente para funcionar, un proyecto que no necesita mayorías especiales es aprobado con 65 votos. Otro tanto sucede en la Cámara de Senadores, con números absolutos diferentes pero con proporciones similares. Así funciona la democracia parlamentaria.
Esa construcción de mayorías tiende a reflejar la voluntad popular. Digo “tiende” porque, en la medida que una Cámara se renueva por mitades y la otra por tercios, a veces la composición real del Poder Legislativo no refleja exactamente el estado de ánimo de la sociedad en un momento determinado. Hoy, por ejemplo, a mi juicio Juntos por el Cambio tiene una representación parlamentaria que excede su representación en la sociedad porque está influida por las elecciones de 2015 y 2017.
La idea de consenso previo también se relaciona con el planteo del fin de la grieta. Si ésta desaparece no hay razones para que no haya consensos permanentes. Pero, ¿por qué no desaparece la grieta entre demócratas y republicanos en los Estados Unidos? ¿Por qué no se produce consenso entre el partido de Bolsonaro y el Partido de los Trabajadores en Brasil? En la medida que se representan intereses diferentes y que, por lo tanto, se proponen políticas distintas, los consensos son poco probables. En el lugar donde esa política del consenso coloca la unanimidad, otros proponemos la acumulación de poder alrededor de un proyecto propio que disputa democráticamente con otros que también aspiran a acumular poder.
Juntos por el Cambio perdió una elección hace nueve meses. Y perdió de manera inapelable: no lograron reelegir. Aunque no esté escrito, este sistema está diseñado para que los que ganan una elección gobiernen dos mandatos. El que no logra reelegir sufre un fracaso rotundo. Por lo tanto, ellos fracasaron. Dejaron un país endeudado, con el PBI achicado, con miles de empresas en crisis, con los sistemas de salud y de educación destruidos, con la ciencia y la tecnología devastadas, con las economías regionales abandonadas, entre muchos otros aspectos críticos. Luego de eso dicen: hay que gobernar con consensos permanentes. Nosotros decimos: hay un proyecto de país que ganó las elecciones y reivindicamos el derecho de llevarlo a la práctica.
Discutamos la República. Discutamos cómo funciona la democracia de verdad. Discutamos cómo se construyen mayorías. No hay razones para regalarle a Juntos por el Cambio los conceptos de democracia y República. Vamos a debatir en serio. ¿Consenso para qué proyecto de país? ¿Para el que llevó a la Argentina a una situación de virtual inviabilidad; o para el proyecto que votó la ciudadanía en las últimas elecciones hace apenas nueve meses?