Tiempo Argentino | Opinión
Por Carlos Heller
El pasado viernes se aprobó en comisión el dictamen del proyecto de Presupuesto 2021, que ahora pasará a tratarse en el recinto. El contenido del texto sigue apuntando a avanzar en la reconstrucción del tejido económico y social en la etapa que vendrá: la de las pospandemias.
Los desafíos son muchos, tanto por los impactos del Covid-19, como por las debilidades que se arrastraban a raíz de las políticas de los anteriores cuatro años.
Producto del debate en comisión, se incorporaron algunos cambios al proyecto original, pero manteniendo la esencia y las proyecciones macroeconómicas que envió el Ejecutivo, sin apartarse del sendero proyectado de garantizar la sostenibilidad de las cuentas públicas.
Más allá de la discusión puntual sobre aspectos de la coyuntura, hubo coincidencias en que es necesario empezar a debatir temas estructurales vinculados al esquema impositivo. Un enfoque importante, ya que los temas presupuestarios deben ser analizados contemplando no sólo lo que ocurre por el lado del gasto sino también de los ingresos. En esta búsqueda hay que apuntar a la sostenibilidad fiscal, al crecimiento con inclusión, y a una mayor progresividad.
Muchas veces se escucha decir que hay que llegar a la sostenibilidad de las cuentas públicas ajustando el gasto público. Respecto de las expresiones que ponen el foco en la reducción de la presión tributaria, recientemente la CEPAL mostró que la relación entre los recursos tributarios y el PIB es en nuestra región más baja que en los países de la OCDE, y que en Argentina es incluso menor a la de países como Uruguay o Brasil.
Volviendo al Presupuesto, en el proyecto se destaca como uno de los principales pilares de la recuperación económica la inversión en infraestructura productiva y vivienda. Este rubro alcanzará al 2,2% del PIB en 2021, duplicando los valores que dejó el anterior gobierno (1,1% en 2019). La reducción fue una constante desde 2015, cuando se encontraba en 2,7%. Es decir que aún quedará un trecho por recorrer para recuperar aquellos niveles. Es un proceso de reconstrucción que debe encararse gradualmente.
La reestructuración de la deuda pública permitirá liberar recursos esenciales para ir en esta dirección. Si en 2019 un 3,4% del PIB iba al pago de intereses, en 2021 se destinará el 1,5%, muy cerca de los valores de 2015 (1,3%). Toda una demostración de prioridades, coherente con la idea de que los recursos deben quedar en el circuito local de la producción y no en el de la especulación.
El sendero fiscal está bien descripto en los principales lineamientos del Presupuesto, donde se proyecta un déficit primario del 4,5% del PIB para 2021, consistente con la idea de garantizar una recuperación sostenible de la actividad y el empleo y un fortalecimiento de la inversión pública en áreas estratégicas.
Se parte del hecho de que la mejora de las cuentas públicas es una consecuencia del crecimiento, y no al revés. Al respecto, el ministro de Economía, Martín Guzmán, fue claro al hablar del estado de las conversaciones con el FMI: “hay una alineación de visiones con respecto a que la estabilidad requiere recuperación de la economía”. También dijo que el programa va a ser enviado al Congreso de la Nación. Diferencias de criterio respecto de lo hecho en años anteriores, que no hay que dejar de remarcar.
No dañar la recuperación
En una nota del Financial Times, reproducida en un medio local, se tituló: “los gobiernos no pueden permitirse no gastar para evitar una pandemia económica (…). Los estados no deben preocuparse por lo que costará apoyar las economías; deben preocuparse mucho más por lo que costará no hacerlo”.
Hoy en día el necesario apoyo fiscal para enfrentar la pandemia no está en discusión a nivel mundial y Argentina no es la excepción a este enfoque. En cuanto a Europa, que está sufriendo un rebrote de infecciones, el director del Departamento Europeo del Fondo Monetario, Alfred Kammer, acaba de señalar que los gobiernos “no pueden permitirse dejar de gastar”. También afirmó que los programas implementados han tenido gran éxito a la hora de limitar la destrucción de empleos y han evitado una cascada de quiebras y daño social. Según los cálculos del FMI, con los estímulos se logró mantener 54 millones de empleos en Europa, y se evitó que el PIB cayera entre tres y cuatro puntos más de lo que finalmente se espera que lo hará en 2020 (-7%), la mayor baja desde la Segunda Guerra Mundial.
Por su parte, la CEPAL acaba de estimar que la caída regional del PIB será de un 9,1%, la “peor de toda su historia”. Es de tal magnitud que llevará a que, al cierre de 2020, el PIB per cápita de América Latina y el Caribe sea similar al que había en 2010, un “retroceso de diez años en el nivel de ingreso por habitante”. Un número que no se había registrado ni en la Gran Depresión de 1930, cuando el PIB cayó un 5%, ni en 1914, cuando descendió un 4,9%. Así, sostiene el organismo, “la crisis sanitaria ha desatado una crisis económica y social inédita en la región que, de no ser contenida, puede transformarse en una crisis alimentaria y humanitaria”.
La pandemia ha pegado mucho más fuerte en la región que en otros lugares. Uno de los grandes problemas es la gran parte de la población que vive en la informalidad y que, en consecuencia, no tiene acceso a la seguridad social. Como señala la CEPAL, “en la región, los mercados laborales suelen ser precarios: existe una alta proporción de empleos informales (un 53,1% en 2016, según la Organización Internacional del Trabajo). En 2018 solo el 47,4% de los ocupados aportaba al sistema de pensiones y más de 20% de los ocupados vivía en la pobreza.
La CEPAL acaba de señalar también que el número de personas pobres en la región terminará aumentando en 45,4 millones, alcanzando al 37,3% de la población (la pobreza extrema llegaría al 15,5%). Además, el coeficiente de Gini se incrementaría en un rango que va del 1% al 8% y las economías más grandes “exhibirían los peores resultados”.
Este tipo de diagnósticos no hacen más que llevarnos a la conclusión de que existe una problemática estructural, que se vincula al régimen de acumulación que viene prevaleciendo en nuestra región. Un modelo basado en la primarización del aparato productivo, en la flexibilización laboral y en el achicamiento del Estado en la mayoría de los países de la región, difícilmente pueda entregar otro tipo de resultados en materia sanitaria, económica y social. El Covid ha puesto en evidencia aún más esta estructura y, a pesar de las políticas de distribución y aumento del gasto que se están aplicando, hay que pensar en otro modelo. Uno con mayor presencia estatal, que genere empleo de calidad, dinamice el consumo interno, privilegie a los sectores más desprotegidos e impulse un desarrollo inclusivo: nuestro país está avanzando por este camino.