Página/12 | Opinión
Por Carlos Heller
Nicolás Dujovne sentenció: “Si no hay pesos, no hay con qué comprar dólares”. Palabras más o menos, éste fue el titular de varios medios, que resume en forma contundente la política del gobierno en línea con el nuevo plan del FMI. El problema es que si no hay pesos, no hay crédito, justo en una economía con una cadena de pagos fuertemente tensionada.
La decisión fue congelar hasta junio de 2019 la base monetaria (que determina, en gran parte, el volumen de los depósitos en el sistema financiero), con una flexibilidad estacional en diciembre, cuando se demanda mucho dinero en efectivo debido al aguinaldo y los gastos para las fiestas y las vacaciones. Con los elevados datos de inflación de septiembre y los que están por venir, esta decisión significa un fortísimo recorte en términos reales de la masa monetaria.
La liquidez que tengan los bancos, ya sea por los pesos liberados por la cancelación parcial de Lebac, o porque no desean dar crédito, se absorberá vía mayores encajes sobre los depósitos, o con Letras de Liquidez (Leliq). Sus intereses fluctuarán de acuerdo a la demanda de los bancos: el Banco Central sólo fija la tasa mínima (que parte de niveles muy altos, del 65 por ciento) pero no interviene sobre la tasa máxima, que ha llegado al 74 por ciento el jueves último.
El efecto de esta política monetaria de fuerte contracción cuantitativa (base monetaria) y alza de tasas de interés, será claro: una disminución de los depósitos y los préstamos en términos reales.
Sin duda, está primando el enfoque fondomonetarista de que la inflación tiene principalmente un origen monetario. Así lo sostiene el Banco Central: “el carácter antiinflacionario de ir a cero crecimiento de la base monetaria es indudable, pero su efecto sobre la inflación no es instantáneo: puede tomar algunos meses para que comencemos a ver cómo la inflación disminuye”.
Gobierno y autoridad monetaria comparten el diagnóstico. El ministro Dujovne expresó que si bien puede considerarse que la política de “emisión cero” de la base monetaria puede generar recesión, “mucho más recesivas eran las tasas de inflación de los últimos meses”. Es decir, desde su perspectiva esas altas tasas de interés no serían nocivas, y además, el efecto recesivo de la política parece preocuparle mucho menos que el combate a la inflación. De hecho, la recesión ayuda a que los precios tiendan a crecer menos ante una demanda en caída.
La economía real lo siente bien distinto: las altas tasas de interés frenan cualquier atisbo de crédito de inversión (una rara avis en la recesiva actualidad), por lo que el financiamiento existente es destinado por las empresas a resolver sus problemas de cobros y pagos. En este entorno, la reducción y encarecimiento del crédito puede llevar a la quiebra a gran cantidad de empresas.
Pareciera que para el gobierno los fuertes aumentos tarifarios pactados de ahora en más no tendrán efecto en los precios (contra toda experiencia) o que los precios internacionales tampoco incidirán (se espera una suba en el precio del petróleo, que se transmitirá plenamente en el desregulado mercado de las naftas y otros combustibles). La titular del FMI, Christine Lagarde, comentó recientemente: “hay señales de que el crecimiento mundial se ha estancado, va perdiendo sincronía y cada vez son menos los países que participan en la expansión”. Ante este panorama, el elevado crecimiento de exportaciones que prevé el gobierno (19 por ciento), y que mejoraría la oferta de dólares, parece poco probable.
Creo que no se trata de un desconocimiento por parte del gobierno de los procesos recién comentados. Es una apuesta a que el impacto recesivo, tanto desde la economía real (vía pérdida de poder adquisitivo de los salarios) como por la contracción monetaria (con la fuerte reducción del crédito), reducirá los aumentos de precios. Un enfoque que no resolverá los problemas esenciales de la economía, y que sumirá al país en un progresivo deterioro económico y social, mayor al que ya estamos viviendo.