La inequitativa distribución del ingreso es la causa de la crisis global. Cuáles son los desafíos para alcanzar una nueva lógica de acumulación. El panorama global continúa plagado de una elevada incertidumbre, como consecuencia de la difícil situación que atraviesan las economías centrales, cuyo punto más crítico se encuentra ahora en la periferia del euro. La agenda de medidas de las autoridades ha impactado severamente sobre el nivel de vida y actividad de la población y, ya con cinco años de crisis, aún no se han disipado las amenazas de un mayor contagio a escala global.
Los daños sobre la actividad económica son evidentes. Como ha señalado recientemente la Cepal, “exceptuando Alemania, ninguna de las mayores economías europeas ha retornado a sus niveles de PBI de inicios de 2008. En el mejor de los escenarios restan aún de dos a tres años para que la zona del euro retome tasas de crecimiento cercanas al 2 por ciento”. La Cepal sostiene que las medidas de austeridad fiscal que se están aplicando profundizarán la recesión y podrían llevar probablemente a “una década perdida” para la zona.
La situación en Estados Unidos tampoco resulta promisoria. Si bien el país ha logrado salir de lo peor de la crisis financiera, sigue evidenciando un crecimiento magro que amenaza con acentuar la desaceleración de la economía mundial.
Los orígenes de la actual debacle económica hay que rastrearlos en la lógica que guía el funcionamiento del sistema capitalista global. Según el presidente de Ecuador, Rafael Correa, en un encuentro de la Cepal, y que refleja un concepto que repito constantemente, “éste es el desafío en el planeta entero: vencer la pobreza, que por primera vez en la historia no es fruto de escasez ni de factores naturales, sino de sistemas perversos y excluyentes. Para hacer eso se requiere de cambios en la relación de poder y de procesos políticos”. Éste es el verdadero tema cuando se habla de la crisis: la mala distribución de la renta, que lleva a que los trabajadores tengan cada vez menor porción, mientras los más ricos aumentan su riqueza continuamente.
Resulta útil tomar el ejemplo de dos potencias del capitalismo mundial, como lo son Alemania y Estados Unidos, para expresar este punto. En Alemania, la mitad de la población sólo tiene el uno por ciento de la riqueza privada, cuando hace algo más de diez años contaba con el cuatro; su participación se redujo a un cuarto de la que tenía en 1998. Es un dato escandaloso, que se complementa con el hecho de que el diez por ciento más rico de la población posee más de la mitad de la riqueza privada total (53 por ciento), una cifra que aumentó desde el 45 que tenían en 1998. Entonces, cuando leemos que la pobreza en Alemania es del veinte por ciento, las razones hay que buscarlas, no en el mal desempeño de la producción alemana, sino en la distribución de su renta. Estos datos son un claro indicador de que la crisis social y la desigualdad estaban instaladas mucho antes del estallido financiero de 2008.
Algo similar sucede en Estados Unidos, cuando analizamos la evolución de los salarios reales y la productividad, otra manera de observar qué ocurre con la distribución de lo que se genera. Desde los años cincuenta y hasta los ochenta, el salario real de los estadounidenses acompañó el crecimiento de la productividad laboral. Esta evolución uniforme significaba mantener estable la participación de los trabajadores en la renta total. Pero, a partir de ese momento, el salario real se despegó vertiginosamente de la productividad laboral, creciendo mucho menos, fenómeno que ha sucedido en la gran mayoría de las economías desarrolladas.
Esto genera un aumento en la tasa de ganancia de las grandes empresas, ya que la producción por trabajador creció casi el doble de lo que pagaron por salarios. Así que, de no haber sido por las reformas neoliberales que se inauguraron durante el gobierno de Ronald Reagan, la tasa de ganancia hubiera declinado tendencialmente, poniendo en riesgo los cimientos mismos del modo de producción actual. Como contrapartida, este proceso generó un profundo deterioro de la distribución del ingreso y de las condiciones de vida de los trabajadores.
Habida cuenta del mencionado estancamiento de sus ingresos reales, y para que no se llegara a una situación de menor consumo -y por ende de menor producción-, se decidió motorizar casi ilimitadamente el financiamiento a las familias, que subió astronómicamente desde inicios de esta década. Es éste, y no otro, el contexto en el que hay que situar la gestación y propagación de la burbuja de activos financieros, que luego derivaron en tóxicos.
Ya en medio de la crisis, los gobiernos aportaron importantes recursos para minimizar la recesión y evitar la quiebra de entidades financieras. Este mayor gasto terminó amplificando los déficits fiscales y, con ellos, los niveles de deuda pública, y sobrevino una nueva intensificación de la crisis. Así que los actuales problemas fiscales y de deuda pública no son una causa de la debacle, sino que son una consecuencia de la misma.
El FMI acaba de presentar un informe ante los ministros del G-20 reunidos en México, que indica que “otro riesgo es que la austeridad pueda ser políticamente y socialmente insostenible en los países de la periferia europea, ya que las reformas fiscales y estructurales tardarán años en completarse”, visión que no deja de ser irónica dado que no se traslada a las políticas que están exigiendo.
En Grecia, y a pesar del rechazo popular, la troika (FMI, Unión Europea y BCE) sigue solicitando nuevas reformas y recortes adicionales a los ya pactados, previendo el despido de 150 mil empleados públicos de aquí a 2015, lo que constituye el treinta por ciento de la dotación actual, los cuales se sumarían a los doscientos mil empleos públicos perdidos durante los dos últimos años.
En España, la comunidad de Valencia ya está analizando despedir al cuarenta por ciento de la plantilla de empleados públicos. Y, mientras el presidente Mariano Rajoy coquetea con el salvataje de la troika, el 21,1 por ciento de la población se encuentra debajo de la línea de la pobreza. Estas presiones indican que el desmantelamiento de las instituciones del Estado de Bienestar es un objetivo central que tiene el establishment europeo.
Hasta el momento, no se ha verificado un compromiso sostenido de los países desarrollados para echar por tierra los detonantes que llevaron a la crisis, una decisión que implicaría, entre otras cuestiones, destinar más –y no menos- recursos para dinamizar la demanda agregada, reformar la arquitectura financiera internacional, desarmar la lógica flexibilizadora que rige al mercado laboral, y adentrarse en profundas reformas impositivas. Tal vez, el más importante de los desafíos pase por alcanzar una nueva lógica de acumulación: además del imperativo ético, lograr una matriz distributiva más progresiva es, en sí misma, una condición necesaria para garantizar un proceso de crecimiento sostenible, en la medida en que el aumento productivo se derrame sobre el consumo de la población, vía salarios, y no se acumule en extraordinarias ganancias que terminan fomentando el circuito especulativo.