Ámbito Financiero | Opinión
Por Carlos Heller
El 2019 será un año de disputas, no sólo desde lo político, debido a las elecciones presidenciales, sino también desde lo económico, dado que el programa de ajuste acordado por el Gobierno de Mauricio Macri con el FMI continuará imponiendo un freno a la economía y generando una fuerte redistribución inequitativa del ingreso y de la riqueza.
La fuerte conexión entre la economía y la política se produce, además, en el claro mensaje enviado por los inversores externos, las calificadoras y los organismos internacionales: ante cualquier opción electoral que tenga la potencialidad de poner en duda la continuidad del actual programa neoliberal, las variables económicas y financieras entrarían en una fase aún más negativa.
Es la línea discursiva que baja del Gobierno. Para el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, la cotización de los bonos “refleja el riesgo político post-electoral (…), es evidente que los mercados se sienten más confiados con este Gobierno”. Lo que se omite analizar es la viabilidad de la deuda a partir de 2020, justo cuando esté en funciones el próximo Gobierno. Auxilio del FMI mediante (otra clara muestra de conexión entre economía y política), el financiamiento para 2019 está casi garantizado. Estaría cubierto cerca del 54% de las necesidades de fondos. Pero en el siguiente año el dinero del FMI se reduce significativamente.
Partiendo de niveles bajos y producto de las políticas del Gobierno, entre 2015 y 2018 la deuda pública del Tesoro Nacional pasó del 53% al 90% del PIB. A la par, la eliminación del mal denominado “cepo” se tradujo en una fuga de capitales constante. En los 10 primeros meses de 2018 llegó a u$s25.959 millones (y si se suman los años 2016 y 2017 da casi el mismo monto de dinero que aprobó el Directorio del FMI).
La devaluación, en tanto, contribuyó a realimentar el peso de la deuda por el elevado componente en dólares. En este marco, entre enero y octubre los pagos de intereses fueron 71,8% superiores a los de un año atrás, según datos de la Asociación Argentina de Presupuesto (ASAP).
Los excedentes fiscales que se precisan para hacer sustentable el sendero de la deuda y sus intereses (objetivo que el FMI persigue) son tan significativos que afectan a todas las variables de la economía. No deja de preocupar el ajuste fiscal que contiene el Presupuesto para 2019. Son cerca de tres puntos del producto, casi el triple del ajuste de este año (1,25 puntos porcentuales del PIB). De acceder a un segundo mandato, se promete para 2020 un superávit primario de 1% del PIB y de 2% para 2021.
Aparte de las implicancias sociales del ajuste, las caídas de la actividad económica y de la recaudación real están repercutiendo negativamente en los escenarios de sostenibilidad de la deuda. En cuanto a la recaudación, por ejemplo, los ingresos públicos cayeron (descontada la inflación) un 10% en noviembre, quinto mes consecutivo de baja.
Los datos productivos también preocupan. Primero se conoció que la actividad económica ha vuelto a estar en recesión (como en 2016), tras dos trimestres de caída: en el segundo -4,2% y -3,5% en el tercero. Más tarde, se informó que la industria registró en octubre una reducción interanual del 6,8%, la sexta consecutiva. Lo propio ocurre con la actividad de la construcción, que en dicho mes registró una baja del 6,4% contra el mismo mes del año anterior. Como con el agua de una catarata, que al bajar arrastra troncos y diversos materiales, cuando cae la producción arrastra consigo una gran cantidad de puestos de trabajo que se pierden. En los primeros nueve meses del año se perdieron 123 mil empleos. Producto de la mayor inflación, también siguió bajando el salario real, a tal punto que septiembre fue el mes de mayor baja en todo 2018, con una caída del 12% interanual.
Los modelos de austeridad explotan por todos lados. Hay una comparación que define claramente la errónea inserción mundial que propone Macri, así como el endurecimiento de las políticas neoliberales. Podemos utilizar la imagen del Presidente argentino con Emmanuel Macron en la conferencia de prensa que brindaron durante el G-20. Allí Mauricio Macri elogió los cambios que está haciendo Francia en materia laboral ya que “las reformas que está impulsando Macron son las correctas”, para luego expresar: “Necesitamos abrirnos a una legislación moderna, que ayude a fomentar el desarrollo y el empleo”. Vale confrontar esta imagen con la de Macron declarando pocos días después, el 10 de diciembre, la emergencia social y económica, aumentando salarios, rebajando las tarifas de los servicios públicos, y anunciando otras decisiones que tienden a calmar la ira que se ha instalado en amplios sectores de la sociedad francesa. Cuando se analiza lo que está pasando en Europa o en Estados Unidos se observa que el mundo real no funciona como el que dice tener en mente Macri. Hay desaceleración global de la economía, un estancamiento en la creación de empleo y serios problemas de comercio.
El mercado interno en Argentina está cada vez más débil por la fortísima caída del poder adquisitivo de grandes masas de la población: asalariados, jubilados, perceptores de planes sociales, desocupados. El entorno internacional tampoco ayuda a la actividad económica, o a que las tasas de interés internas bajen por las mejores condiciones externas.
Entonces, la primera conclusión hacia 2019 es que es imprescindible plantearse un giro de 180 grados y una política que vaya exactamente para el lado contrario. Segundo: tenemos la experiencia vivida, más allá de que se puedan discutir algunas cuestiones que se podrían haber hecho mejor, lo que no se hizo, y las medidas que se tomaron y que tal vez no fueron las correctas. Desde el país en default de 2003 -con una deuda imposible de atender, con una capacidad instalada ociosa en niveles similares a los actuales, con un desempleo altísimo, mucho más alto que el de ahora- se logró recuperar la economía y ponerla en una senda: el país creció, se desendeudó y amplió derechos para las mayorías.
¿Cómo hacer para dar ese giro de 180 grados? Partiendo de la contradicción principal con el neoliberalismo, ampliando alianzas sin reducir contenidos políticos.
Los procesos de unidad son iniciativas de construcción de acuerdos entre parecidos, no entre iguales. Porque los iguales ya están integrados, no necesitan hacer alianzas. En cambio, cuando la confluencia es amplia hay que asumir las diferencias, que no se piense igual en todos los temas. Puede haber aspectos en los que no habrá coincidencias plenas y otros en los que será necesario transitar por ciertos campos de tensión y de búsqueda de acercamientos. Y ése es el sentido de las alianzas.
Por supuesto, esa alianza amplia no puede definirse sólo por la negativa, sino que lo debe hacer por la positiva: expresando un contenido programático que marque los límites de ese acuerdo y defina un proyecto de país alternativo.
Desde nuestra visión, se trata de acordar, entre muchas otras cuestiones, la construcción de un modelo de país que vuelva a impulsar un Estado presente en oposición a un “Estado canchero” que sólo interviene para que las corporaciones expandan sus negocios con máximos beneficios.
Un país en el que los servicios públicos sean accesibles para todos y no un negocio para pocos. Un país que impulse la integración latinoamericana y la alianza con otras naciones para, desde allí, intervenir en el contexto global, y no un país inserto en el mundo sin ninguna protección. Un país donde la República y sus instituciones funcionen de manera soberana, y no sometidas a las exigencias del Fondo Monetario y otros organismos internacionales. Un país con inclusión social y distribución de los ingresos y no un país que excluye y concentra la riqueza en pocas manos. Un país que priorice la defensa de los derechos humanos y que elimine todo tipo de discriminaciones, y no un país donde se reducen al mínimo los presupuestos para estas políticas.
Éste es el desafío para 2019.