Tiempo Argentino | Opinión
Cristina en la Argentina, Dilma en Brasil y Bachelet de nuevo en Chile, ante el desafío de construir la Patria Grande.
Por Juan Carlos Junio
Suele afirmarse, con razón, que los cambios culturales requieren de largos plazos. Podemos preguntarnos entonces si el hecho de que tres mujeres sean presidentas de sus países en América Latina no tiene el claro significado de un valioso y notable cambio cultural.
Este martes 11 de marzo ocurrió un hecho muy importante, y que tiene contenidos político-institucionales significativos. Se trata del traspaso del mando de Sebastián Piñera a Michelle Bachelet. La Piocha de O’Higgins –estrella de cinco puntas esmaltada en color rojo– fue entregada a la titular del Poder Ejecutivo por la presidenta del Senado, Isabel Allende, hija del presidente democrático socialista Salvador Allende, asesinado el 11 de septiembre de 1973. O’Higgins, Allende y Bachelet expresan tres momentos históricos del largo camino emprendido por el pueblo chileno, en su lucha por la independencia de los poderes mundiales de cada época.
Una presidenta del Senado le entrega el símbolo de la máxima autoridad a otra mujer, bajo cuya responsabilidad se desplegará un programa reparador, tras 40 años de predominancia neoliberal-conservadora en el país trasandino. Se trata de mujeres que recogen siglos de lucha por la igualdad social en sus diversas facetas, y contra la discriminación de que han sido objeto, en Chile, como en casi todo el mundo. Veamos.
El 8 de marzo se conmemoró un nuevo Día Internacional de la Mujer. Este reconocimiento fue promovido por la gran luchadora Clara Zetkin como respuesta a un acontecimiento criminal: si bien hay discusiones acerca de la fecha precisa, lo cierto es que en la ciudad de Nueva York más de un centenar de operarias que reclamaban por sus derechos laborales fueron encerradas en la fábrica textil en la que trabajaban y murieron a causa de un incendio intencional. En su memoria, puede afirmarse que los habituales encuentros afectivos propios de estas jornadas, deben incorporar la reflexión en recuerdo de las víctimas de la injusticia de género que continúa hoy, pese a las notorias ampliaciones de derechos que las mujeres han logrado con sus sucesivas batallas por la igualdad.
En esta semana de conmemoraciones, es importante comentar el rol de las mujeres americanas. Ya las mujeres de los pueblos originarios mostraron su rebeldía y una activa participación en la resistencia a la brutal conquista de la España colonialista.
La gigantesca empresa de la Primera Independencia encontró ejemplos individuales y colectivos de luchadoras que con valor e inteligencia fueron factores clave en el triunfo de las fuerzas emancipadoras. Simón Bolívar le debe a Manuelita Sáenz mucho más que el deseo que dispara el amor, pues esta combatiente le salvó dos veces la vida en atentados contra el gran libertador. Nuestra Juana Azurduy perdió a cuatro de sus cinco hijos mientras combatía sin descanso en el norte y Bolivia por ver libre a nuestro continente.
La mujer tuvo también participación en los procesos emancipadores del siglo XX y en la resistencia en los momentos oscuros de las dictaduras cívico-militares. En nuestro país, la dictadura genocida fue responsable del asesinato y la desaparición de miles de personas, en su mayoría jóvenes, cuyas madres –como ellas mismas explican– fueron paridas a la lucha por sus propios hijos. Madres y Abuelas de Plaza de Mayo constituyen la más sublime expresión de vida y entrega por el otro. No sólo por la valentía asumida frente al poder de la muerte encarnada en ese Estado terrorista, sino por la decisión colectiva de que cada hija o hijo desaparecido es no de una Madre, sino de todas ellas.
Un salto hacia el presente nos ubica en un escenario impensado de Nuestra América. Tres mujeres que, como nunca, se parecen a sus pueblos, se han erigido por decisión popular en conductoras principales en sus países en un momento extraordinario, emprendiendo el apasionante desafío de afrontar el gran proyecto histórico pendiente: la construcción de la Patria Grande, como parte de la lucha por romper con los poderes locales y mundiales que nos subordinaron durante siglos. Argentina, Brasil y Chile configuran un polo de poder político, económico, territorial y cultural de indudable proyección regional y mundial.
Las tres vienen de historias distintas pero con notables puntos de encuentro: militantes en su juventud de causas transformadoras y revolucionarias, Dilma Rousseff y Michelle Bachelet sufrieron cárcel y tortura; Cristina Fernández militó en condiciones muy difíciles contra la dictadura genocida. En un nuevo tiempo histórico que ve renacer la semilla de la unidad latinoamericana y caribeña, se ven ubicadas en el vértice institucional más alto de sus respectivos países.
En Chile los desafíos son más profundos, porque ha calado el neoliberalismo como sentido común de una parte importante de la sociedad. Sin embargo, en los últimos años se expresaron protestas juveniles multitudinarias alrededor del derecho a la educación, que nuclearon a vastos sectores sociales. En este severo cuestionamiento, la protesta se extiende al debate acerca de la democracia, lo público, la igualdad y la participación. El triunfo electoral de Bachelet, apoyado en una amplia alianza política y programática definida en un sentido de ruptura con el viejo orden conservador, promete avanzar dando respuesta a las demandas que las mayorías chilenas han expresado en las urnas y en las calles.
En Brasil, los avances en materia de asistencia social y sus valiosos aportes a los procesos de unidad regional deberán ser acompañados de nuevas batallas por transformar su matriz productiva a favor de un modelo social más justo, sustentado en una distribución de la riqueza a favor de las grandes mayorías.
Y en la Argentina, las conquistas de esta década en materia social y cultural, de reparación de los crímenes de la dictadura y de ampliación de derechos han sido un punto de inflexión histórica en un sentido de progreso y de afirmación americanista como Nación.
En los momentos de cambios trascendentes, cuando lo viejo se debate con furor para no morir, y lo nuevo lucha por nacer, las tres mujeres simbolizan el cambio de época y son el gran ariete histórico de la tarea civilizatoria por fundar una nueva sociedad. Los pueblos, una vez más, tienen la palabra. Lo que es seguro es que las tres Mujeres Americanas serán protagonistas de primer orden en la América Nueva que lucha por alumbrar un futuro de independencia política y cultural definitiva para sus pueblos.