Nuestras Voces | Opinión
Por Carlos Heller
La agenda de medidas que el gobierno tratará de profundizar después de octubre tiene un doble propósito. Por un lado, incrementar la ganancia del capital más concentrado en detrimento de los trabajadores en general. Por el otro, lograr que cada vez sea más difícil volver atrás. Es decir, reformas que queden plasmadas en el entramado legal y que contribuyan a cristalizar una estructura económica y social cada vez más regresiva.
La reforma laboral es uno de los ejes más esperados por el elenco de los grandes empresarios. Atravesó estos días el Coloquio de IDEA, de la misma forma que ya lo había hecho en el tercer encuentro de la Asociación Empresaria Argentina.
El mejor ejemplo se dio en la Cámara Argentina de la Construcción, a principios de mes. Allí el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, afirmó que el gobierno pretende crear 300 mil puestos laborales a través del sistema de pasantías, aunque prometió que “no serán precarias”. Una rotunda vuelta a las prácticas flexibilizadoras de los noventa, reflotadas sin éxito en el convenio con la empresa Arcos Dorados.
En un reportaje de La Nación, el presidente de AEA, Jaime Campos, sostuvo: “Me parece que es muy importante mantener un diálogo muy fuerte con el sindicalismo, hay que buscar formas para mantener el empleo entre todos”. En tanto, “un ejemplo es el acuerdo que se hizo con los petroleros para la explotación de Vaca Muerta”, aclaró.
Palabras como competitividad suenan casi a universales y han logrado instalarse en el mundo entero. Significa que para que vengan las inversiones es preciso ser competitivos y que para ser competitivos es necesario bajar el costo laboral. Poco dicen de la calidad y remuneraciones del trabajo asociado a dichas inversiones. De hecho, la CEPAL señala: el actual “escenario global de sofisticación tecnológica y expansión de la economía digital tiende a una concentración de las inversiones transnacionales en las economías desarrolladas”. El ideario flexibilizador apunta a transformar a nuestro país en una suerte de plataforma de exportación barata, que entre otras cosas deja como saldo una feroz explotación laboral.
Sin embargo, por medio de falsos dilemas la retórica del neoliberalismo trata de ocultar los verdaderos objetivos. Es lo mismo que se observa por ejemplo en la discusión sobre la política fiscal. En este caso se aborda la discusión sobre “shock” o “gradualismo”, dando por sentado que el ajuste es necesario.
En lo específicamente laboral, se sostiene que los demás países de la región han hecho sus reformas y que hay que acelerarlas para no dar ventajas de competitividad. Suena a una descarnada puja entre países similares, para ver quién paga menos y atrae más capitales de baja calidad. La reforma laboral que se aprobó en Brasil aceleró este tipo de argumentos. Pero así nuevamente se evita hablar de lo importante: de quiénes ganan y quiénes pierden con estas reformas.
Por eso es útil ver cuáles han sido los resultados de la flexibilización laboral en los países que la implementaron. En Latinoamérica uno de ellos es México, donde un 40% de la población cobra entre uno y dos salarios mínimos, lo cual no garantiza una existencia digna: el salario mínimo es de 111 dólares mensuales. Estos son los resultados estructurales que se impusieron a partir de la firma del NAFTA (1994), que ahora está en proceso de renegociación, pero con la misma lógica de siempre.
Suena inverosímil que en las conversaciones se culpabilice a México por tener una mano de obra mucho más barata, que termina atrayendo a las multinacionales dedicadas al ensamblaje. Parece una rareza que sus socios (Canadá y Estados Unidos) le pidan a México que suba sus salarios para que esos dos países estén en condiciones de competir. También lo es que México, ante estas presiones, sostenga que no quiere resignar (más) soberanía para aplicar su política laboral, a pesar que tiene uno de los salarios mínimos más bajos de América Latina.
Otro ejemplo es España. El diario El País señaló que la reforma laboral “deprimió los salarios y aumentó la precariedad laboral”. Allí “la temporalidad de los contratos laborales es de las más elevadas de las economías avanzadas (…). Una cuarta parte de los contratos que se firman en España dura menos de siete días”. Para el diario español se trata de “una práctica ahora mucho más flexible, que incita a comportamientos empresariales poco ejemplares y, en todo caso, poco acordes con el respeto a los derechos básicos de los trabajadores”.
En un informe reciente, el FMI propone avanzar con las reformas y da pistas de cómo lograr una mayor eficiencia. “Después de la crisis, países como España, Grecia y Portugal tuvieron que realizar dolorosos despidos, que aumentaron el producto por trabajador y ayudaron a mejorar su competitividad”. Queda claro quiénes han venido cargando con los costos del ajuste.
El FMI también recomienda: “En Italia, por ejemplo, modernizar el marco de negociación salarial para alinear mejor los salarios con la productividad fortalecería la competitividad y apuntalaría el empleo”. En tanto, “un buen ejemplo reciente es el de Finlandia, donde los trabajadores obtuvieron una reducción del impuesto a la renta a cambio de que los sindicatos aceptaran un conjunto de reformas que reducen los costos laborales para los empleadores”. La avanzada también se observa en Gran Bretaña, a punto tal que se acaba de anunciar la decisión de adelantar a 2037, siete años antes de lo previsto, la fecha en que se elevará de 67 a 68 años la edad de jubilación, otro golpe para los trabajadores.
La flexibilización laboral no es nueva y afecta tanto a países periféricos como centrales. En rigor, estos resultados no podían ser muy distintos, dados los instrumentos utilizados. Al analizar por ejemplo cómo se ha distribuido el crecimiento de la productividad generado por la revolución tecnológica desde 1983, desde Reagan hasta aquí, se nota que el ingreso real de los trabajadores está estancado, mientras que las ganancias de las corporaciones crecen exponencialmente. Es decir, todo el beneficio de la tecnología, de la eficiencia, de la revolución tecnológica y de la productividad, ha ido a aumentar la ganancia de los grandes grupos concentrados de la economía.
La desigualdad y la pobreza son consecuencias obvias de las políticas como la flexibilidad laboral, aquí y en el mundo entero. Quienes aspiramos a una sociedad más justa deberemos seguir librando la batalla, en las urnas, y en la construcción cotidiana de alternativas superadoras para nuestro pueblo.